Ante un panorama político complejo, los reguladores deben conducirse con total transparencia e imparcialidad.
Como consecuencia inmediata del inicio del nuevo sexenio, desde finales de 2018 resultó evidente un cambio total en los objetivos y la línea de la Política Energética Nacional. Esto puede verse claramente reflejado en la búsqueda de la malentendida soberanía energética, así como el fortalecimiento de las empresas productivas del Estado ante los órganos reguladores y demás jugadores del sector energético.
En ese sentido, si bien el presidente y otros funcionarios relevantes han reiterado el respeto hacia los derechos y contratos de las empresas que tienen participación en los sectores ahora liberalizados, lo cierto es que mediante acciones concretas y estratégicas del ejecutivo federal, a través de la Secretaría de Energía (Sener) principalmente, se ha logrado materializar una serie de cambios que trastocan la gobernanza del sector energético en México. Lo anterior, sin la necesidad de llevar a cabo una reforma constitucional en la materia.
El ejemplo más reciente y claro, lo encontramos en el “Acuerdo por el que se emite la Política de Confiablidad, Seguridad, Continuidad y Calidad en el Sistema Eléctrico Nacional”, expedido por la Sener, mismo que ha provocado una defensa legal por parte de las empresas con inversiones en centrales de generación eléctrica a través de energías renovables, ya sea que se encuentren en fase de desarrollo u operación.
Dentro de este contexto, se ha visualizado también un proceso gradual de debilitamiento de la Comisión Reguladora de Energía (CRE) y la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH). Desde un inicio se pudieron observar intentos legislativos por modificar su naturaleza, la reducción de presupuesto, y en consecuencia, de personal de estos órganos, así como la imposición de nuevos comisionados sin la preparación técnica requerida para el cargo. Todo ello, ocasionando un deterioro en la autonomía regulatoria de dichos reguladores.
La creación de agencias especializadas a nivel mundial responde a un cambio de paradigma en la concepción de la actividad estatal. El Estado abandona su actividad directa, mientras asume y refuerza la de control a través de órganos reguladores. Bajo ese orden de ideas, las funciones de estos órganos corresponden precisamente a regular mediante la creación de normativa especializada, así como la supervisión, vigilancia, inspección, control y sanción de algún mercado en específico.
Es por lo anterior que en mercados liberalizados, y sobre todo, con cierta complejidad técnica como lo es el de la energía, se necesita de regulación en sus distintas vertientes para romper con las estructuras monopólicas existentes y facilitar el acceso al mercado de distintos jugadores.
México no fue la excepción de tal situación, pues tal y como fue desarrollado por la Suprema Corte de Justica de la Nación, el modelo constitucional de Estado regulador adoptado en el artículo 28, buscó atender necesidades muy específicas mediante la creación de agencias independientes para depositar en éstas la regulación de ciertas cuestiones especializadas y técnicas. Para lograr dicho objetivo, se les dota a estos órganos un grado mayor de autonomía.
Si acudimos al dictamen del decreto de reforma constitucional en materia de energía, podremos ver que la discusión se centró en si los órganos reguladores que se encargarían de regular este nuevo mercado energético, debían gozar de autonomía constitucional, como sucede en materia de telecomunicaciones, por ejemplo, o más bien continuar como órganos desconcentrados de la Sener. La solución, como sabemos, fue encontrada en la creación de la figura intermedia de los órganos reguladores coordinados.
En su momento, las opiniones especializadas[1] veían con preocupación la pequeña dimensión de los reguladores y sus capacidades para hacer frente al tamaño del reto, específicamente por el tema de las empresas productivas del Estado, así como el futuro incierto de la figura de la coordinación dentro de la implementación de la reforma.
Hoy en día, podemos ver que las preocupaciones estaban justificadas, ya que en la práctica se ha gestado una colisión entre las actuaciones de las entidades encargadas de desarrollar la política y las de los órganos con la función regulatoria, cada uno desde el ámbito de su competencia. Volviendo al ejemplo del Acuerdo de Sener, observamos que formalmente se emite un documento de política pública, sin embargo, su contenido es principalmente regulatorio, alterando las reglas ya establecidas en el mercado eléctrico para otorgar ciertos beneficios injustificados a la CFE.
Dentro de dicha discusión, resulta importante acudir al concepto de deferencia. Cuando hablamos de deferencia en términos generales, nos referimos al respeto que se guarda en torno a la decisión de otra persona con una mejor posición para emitirla. En el caso concreto, derivado de su competencia especializada y capacidades técnicas, se reconoce que los reguladores tienen cierto grado de deferencia técnica. En materia judicial, por ejemplo, entre mayor sea la discrecionalidad que se le otorga a cierto órgano en la Constitución y leyes, el control de los jueces debe ser menos intenso e invasivo.
A manera de conclusión, debemos establecer que el ámbito regulatorio, se relaciona íntimamente con la seguridad jurídica. Esto, ya que derivado de las medidas que tome el Estado y las señales de fortaleza que sus órganos reguladores emitan desde el entramado institucional, es que se brinda a los ciudadanos, y sobre todo a los inversionistas, certidumbre sobre sus actuaciones y su relación con el Estado y con los demás particulares. Es por ello por lo que, considerando el entorno económico adverso a nivel global, se estima vital que un país cuente con reguladores fuertes y autónomos.
[1] Miriam Grunstein, “La Coordinación de los Reguladores del Sector Hidrocarburos: ¿Es óptima para el Estado de Derecho?”, Tony Payan, Stephen P. Zamora, José Ramón Cossío (eds.), Estado de Derecho y Reforma Energética en México, Tirant Lo Blanch, Ciudad de México, 2016.
Ante un panorama político complejo, los reguladores deben conducirse con total transparencia e imparcialidad.
Como consecuencia inmediata del inicio del nuevo sexenio, desde finales de 2018 resultó evidente un cambio total en los objetivos y la línea de la Política Energética Nacional. Esto puede verse claramente reflejado en la búsqueda de la malentendida soberanía energética, así como el fortalecimiento de las empresas productivas del Estado ante los órganos reguladores y demás jugadores del sector energético.
En ese sentido, si bien el presidente y otros funcionarios relevantes han reiterado el respeto hacia los derechos y contratos de las empresas que tienen participación en los sectores ahora liberalizados, lo cierto es que mediante acciones concretas y estratégicas del ejecutivo federal, a través de la Secretaría de Energía (Sener) principalmente, se ha logrado materializar una serie de cambios que trastocan la gobernanza del sector energético en México. Lo anterior, sin la necesidad de llevar a cabo una reforma constitucional en la materia.
El ejemplo más reciente y claro, lo encontramos en el “Acuerdo por el que se emite la Política de Confiablidad, Seguridad, Continuidad y Calidad en el Sistema Eléctrico Nacional”, expedido por la Sener, mismo que ha provocado una defensa legal por parte de las empresas con inversiones en centrales de generación eléctrica a través de energías renovables, ya sea que se encuentren en fase de desarrollo u operación.
Dentro de este contexto, se ha visualizado también un proceso gradual de debilitamiento de la Comisión Reguladora de Energía (CRE) y la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH). Desde un inicio se pudieron observar intentos legislativos por modificar su naturaleza, la reducción de presupuesto, y en consecuencia, de personal de estos órganos, así como la imposición de nuevos comisionados sin la preparación técnica requerida para el cargo. Todo ello, ocasionando un deterioro en la autonomía regulatoria de dichos reguladores.
La creación de agencias especializadas a nivel mundial responde a un cambio de paradigma en la concepción de la actividad estatal. El Estado abandona su actividad directa, mientras asume y refuerza la de control a través de órganos reguladores. Bajo ese orden de ideas, las funciones de estos órganos corresponden precisamente a regular mediante la creación de normativa especializada, así como la supervisión, vigilancia, inspección, control y sanción de algún mercado en específico.
Es por lo anterior que en mercados liberalizados, y sobre todo, con cierta complejidad técnica como lo es el de la energía, se necesita de regulación en sus distintas vertientes para romper con las estructuras monopólicas existentes y facilitar el acceso al mercado de distintos jugadores.
México no fue la excepción de tal situación, pues tal y como fue desarrollado por la Suprema Corte de Justica de la Nación, el modelo constitucional de Estado regulador adoptado en el artículo 28, buscó atender necesidades muy específicas mediante la creación de agencias independientes para depositar en éstas la regulación de ciertas cuestiones especializadas y técnicas. Para lograr dicho objetivo, se les dota a estos órganos un grado mayor de autonomía.
Si acudimos al dictamen del decreto de reforma constitucional en materia de energía, podremos ver que la discusión se centró en si los órganos reguladores que se encargarían de regular este nuevo mercado energético, debían gozar de autonomía constitucional, como sucede en materia de telecomunicaciones, por ejemplo, o más bien continuar como órganos desconcentrados de la Sener. La solución, como sabemos, fue encontrada en la creación de la figura intermedia de los órganos reguladores coordinados.
En su momento, las opiniones especializadas[1] veían con preocupación la pequeña dimensión de los reguladores y sus capacidades para hacer frente al tamaño del reto, específicamente por el tema de las empresas productivas del Estado, así como el futuro incierto de la figura de la coordinación dentro de la implementación de la reforma.
Hoy en día, podemos ver que las preocupaciones estaban justificadas, ya que en la práctica se ha gestado una colisión entre las actuaciones de las entidades encargadas de desarrollar la política y las de los órganos con la función regulatoria, cada uno desde el ámbito de su competencia. Volviendo al ejemplo del Acuerdo de Sener, observamos que formalmente se emite un documento de política pública, sin embargo, su contenido es principalmente regulatorio, alterando las reglas ya establecidas en el mercado eléctrico para otorgar ciertos beneficios injustificados a la CFE.
Dentro de dicha discusión, resulta importante acudir al concepto de deferencia. Cuando hablamos de deferencia en términos generales, nos referimos al respeto que se guarda en torno a la decisión de otra persona con una mejor posición para emitirla. En el caso concreto, derivado de su competencia especializada y capacidades técnicas, se reconoce que los reguladores tienen cierto grado de deferencia técnica. En materia judicial, por ejemplo, entre mayor sea la discrecionalidad que se le otorga a cierto órgano en la Constitución y leyes, el control de los jueces debe ser menos intenso e invasivo.
A manera de conclusión, debemos establecer que el ámbito regulatorio, se relaciona íntimamente con la seguridad jurídica. Esto, ya que derivado de las medidas que tome el Estado y las señales de fortaleza que sus órganos reguladores emitan desde el entramado institucional, es que se brinda a los ciudadanos, y sobre todo a los inversionistas, certidumbre sobre sus actuaciones y su relación con el Estado y con los demás particulares. Es por ello por lo que, considerando el entorno económico adverso a nivel global, se estima vital que un país cuente con reguladores fuertes y autónomos.
[1] Miriam Grunstein, “La Coordinación de los Reguladores del Sector Hidrocarburos: ¿Es óptima para el Estado de Derecho?”, Tony Payan, Stephen P. Zamora, José Ramón Cossío (eds.), Estado de Derecho y Reforma Energética en México, Tirant Lo Blanch, Ciudad de México, 2016.